Nunca se
había sentido tan miserable en su vida. Atado de pies y manos. Sin esperanza de
poder ver una luz en el horizonte. El lucero en el camino. La voz amable que te
guía por el laberinto cuando todo parece estar perdido. Había quedado solo y
abandonado. Todos los que alguna vez lo habían amado desaparecieron, como si su
existencia valiera menos que la mugre que manchaba sus zapatos.
Apenas
podía escuchar los pájaros en la mañana. Contemplar la salida del sol y el
atardecer en un parque. ¿Por qué la gente ya no valora aquellas cosas? ¿Acaso
todo rastro de cordura había sido erradicado del planeta? Tenía el
presentimiento que el final estaba cerca. El olor a muerte se hacía espantoso a
medida que los días pasaban. Quizás había llegado su fin; el final de esta vida
que alguna vez aprecio tanto.
Sin mas
acompañante que su propia sombra emprendió su última salida.
“Las calles
de noches son interesantes” pensó mientras caminaba. La ausencia de personas
daba un escenario perfectamente desolador. Las lámparas arrojaban su luz de
color naranjo sobre las calles indolentes; la lluvia del día anterior hacía que
el pavimento brillara, junto al musgo que había brotado tímidamente en los
rincones de las panderetas. Los edificios proyectaban una oscuridad penetrante:
era como que si algo quisiera esconderse de los faroles nocturnos. Es demasiado
extraño que los humanos escojan la noche para descansar. ¿Será que en la
oscuridad es donde uno de verdad encuentra descanso?
A los pocos
metros de su paseo nocturno encontró una banca. Decidió sentarse a contemplar
las pocas estrellas. ¡Cómo odiaba el cielo de la ciudad! Nunca se podían ver
las estrellas. En la infinitud de la vía láctea una estrella era de el. Se le
habían regalado hacía mucho tiempo. Siempre que el se sintiera solo, esa
estrella lo alumbraría a él. Sonaba ridículo, por supuesto que sí, pero algo en
su interior lo hacía reconocer su estrella. Era grande y brillante: como un
lucero. Era la estrella mas brillante de todas y el la amaba. La amaba porque
era un presente; el presente de una persona que amó con todo su corazón.
Una música
resonaba en sus oídos. ¿Era música gitana? Al parecer sí. Era un extraño ritmo
extraído de algún lugar que el no conocía. Había olvidado esa canción y ahora
la recordaba. ¡Que belleza era poder recordarla! ¡Qué hermosa melodía! Aunque
no podía comprender lo que la cantante decía, sabía en su corazón que la
canción hablaba de un amor perdido. Aquel amor que dura solo unos momentos y se
va. El que te abandona, sabiendo que el que más sufre es el que queda. Y ahí
estaba él, sentado en una banca a la mitad de la noche cubierto en frío.
Bajo su
cabeza involuntariamente y vio su sombra. La luz más cercana comenzó a
parpadear apagándose por completo. Su sombra se había ido con la luz.
-Incluso tú
me abandonas… -
Miro hacía
la calle. Todas las luces se comenzaron a apagar. La oscuridad lo rodeo por
completo haciendo que la luz de la luna fuera su única guía.
De
improviso comenzó a oír un sollozo. Era de un niño seguramente. La curiosidad lo
invadió rápidamente y saltando bruscamente de su banca lo comenzó a buscar. La
oscuridad no lo dejaba ver bien el lugar. Sin embargo, a los pocos segundos
encontró la fuente de los sollozos: un niño pequeño lloraba cerca de un farol
cercano. Era pequeño, seguramente tendría unos cinco años, cabellos morenos y
ojos claros como la miel.
-¿Qué pasa
pequeño? – preguntó.
-Tengo
miedo. Mi mamá aún no llega – respondió.
Se sintió
completamente extrañado. Aquel niño estaba ahí solo en medio de la noche buscando
a su madre.
-¿Tu madre
te dejo acá? Puedo ayudarte a buscarla – le sugirió.
-Siempre me
deja acá, pero hoy se ha demorado mucho – contestó.
-¿Y por qué
no te dejo en casa? – pregunto horrorizado frente a lo que el niño decía.
El niño no
contesto a la pregunta que el le hizo. Decidió no insistir mas y decidió llevar
al niño con el a la banca mas cercana. Se quito el abrigo que tenía puesto y lo
coloco encima de este. Extrañamente no sentía tanto frío como hacía un rato
atrás.
-¿Estás
mejor así? Nos quedaremos acá hasta que llegue tu mamá –
-Gracias,
señor. ¿Qué hace usted acá? – pregunto un tanto curioso.
-Nada. Tan
solo vine a mirar la noche. Pronto me moriré – dijo en un ataque de sinceridad
que lo sorprendió.
El niño
abrió sus ojos grandes, los cuales relucieron a la luz de la luna. Una sonrisa
ilumino su rostro y dijo emocionado:
-¡Que
lindo! –
El hombre
quedó un tanto extrañado. ¿Cómo era posible que un niño se alegrara con la idea
de su muerte?
-¿Por qué
crees que es lindo? Morir no es algo lindo. Es muy triste morir así… - dijo un
tanto cabizbajo.
-Mi mamá me
dijo que las personas cuando se mueren se van al cielo. Mi abuelita está allá
junto con mi papá y si te mueres los vas a ver. Me gustaría verlos de nuevo.
Los extraño mucho y mi mamá dice que cuando yo me muera los podré ver de nuevo
– dijo el niño un tanto triste.
Algo
extraño rodeaba la figura de ese niño. Le intrigaba saber el porqué de ese niño
ahí en el medio de la noche. Abandonado tal como él. En cierta medida sentía
que le era familiar, pero no sabía en qué…
-¿Tu papá
murió?
-Sí. Murió
hace un año atrás y desde entonces mi mamá me tiene que dejar solo para
conseguir dinero. Mi mamá no es buena – dijo el niño.
-¿No? –
pregunto extrañado.
-Me pega a
veces cuando no consigue dinero. Me dice que es mi culpa que mi papá ya no está
y me da pena – dijo con lágrimas.
Sentía
mucha pena por aquel niño. Su vida era corta y ya tenía mucho dolor en su
corazón. Lo sentía con tan solo escuchar su armoniosa, pero triste voz. Sin
embargo, sabía que sus fuerzas no lo acompañarían mucho. El se iba a morir y
ese niño quedaría ahí tal como el mismo: solo.
-Desearía
poder ayudarte, pero moriré y no puedo hacer nada por ti. Nada – dijo
abrazándolo fuerte.
Sentía que la vida se le iba tomando en sus brazos a
aquella criatura tan frágil – si tan solo pudiera hacer algo por ti… -
El niño lo
miro y sonrió. La tristeza que estaba en el había cambiado. Un tinte de alegría
invadía su rostro.
-Yo sé una
forma en la cual tú puedes cuidarme para siempre – dijo el niño.
-¿Si? – pregunto
él.
-Llévame a
jugar y te contaré –respondió el niño.
Tomo al
niño de la mano y sin pensarlo lo llevo a la plaza más cercana. La luz de las
farolas aun no llegaba, pero parecía que esto no afectaba la visión del
infante. La luz lunar parecía guiarlo perfectamente en sus juegos infantiles.
Los
columpios subían y bajaban mientras ambos corrían por aquel parque; la
resbaladilla se sentía fría al momento de lanzarse a través de ella, mientras
intentaban al final de su viaje trepar uno de los arboles mas cercanos. Si una
persona hubiera visto aquella escena se hubiera impresionado al ver como un
adulto y un niño jugaban como iguales a la mitad de aquella fría noche.
Exhausto de
jugar, el niño le pidió que se sentara en el pasto mientras el iba en busca de
algo. Tomando asiento, aunque no se sentía para nada agotado, se dedico a
observar como el niño recogía unas flores de un jardín cercano. Era extraño
como había terminado el último día de su vida jugando con aquel niño. Su
estrella brillaba más que nunca.
-¡Mira!
¿Puedes ver aquella estrella? – le dijo al niño.
-¡Sí! La
puedo ver – contesto el niño sonriendo mientras se acercaba con las flores.
-Ahora es
nuestra. Esa estrella será siempre de nosotros – dijo el hombre.
-¿Uno puede
ser dueño de las estrellas? – pregunto el niño asombrado.
-Las
estrellas son dueñas de nosotros y nosotros de ellas. El amor que existe entre
nosotros hace que seamos uno solo – respondió el hombre.
El niño
sonrió abiertamente y le pidió que lo acompañara. Llevaba su ramillete de
flores bien sujeto en sus manos. Caminaron por las oscuras calles sin parar. El
niño parecía saber muy bien donde irían.
-Mira –
dijo el niño.
El puente más
grande de la ciudad estaba frente ellos. Un rio gigante serpenteaba bajo sus
pies mientras el sonido de este retumbaba en sus oídos.
-¿Por qué
me trajiste acá? – pregunto el hombre.
-Porque ya
sé como estaremos juntos para siempre. Tú, yo, mi papá y mi abuelita. – dijo el
niño sonriendo.
El hombre
abrió los ojos, un poco presintiendo lo que el niño diría…
-Lancémonos
al río. Nos iremos al cielo juntos y ahí nadie nos separará – dijo el niño con
una sonrisa sincera.
El sonido
del rio zumbaba en sus oídos. El hombre miro al niño y sintió que sus fuerzas
cada vez eran menores. Moriría muy luego. Tenía mucho cansancio. No quería que
ese niño sufriera, pero tampoco que muriera tan luego. Sin embargo, lo amaba
tanto como a la estrella que ahora ambos compartían.
El niño se
acerco a el y lo abrazo. El olor de las flores alcanzó su nariz mientras el
viento los acariciaba suavemente. Sabiendo que lo que venía era lo mejor para
ambos, tomo al pequeño en sus brazos y juntos subieron la baranda del puente.
Un resplandor color miel topo sus ojos y abriéndose paso a la muerte ambos
saltaron al agua que abría sus fauces para recibirlos con gusto.
Las flores
se esparcieron por todo el lugar como llorando por la muerte que llega y se lo
lleva todo.
Sin
embargo, lo que nunca pudieron entender los periódicos al otro día, fue la
razón que había llevado a aquel niño tirarse por aquel puente con el abrigo del
hombre que estaba muerto en la banca cercana al farol.